¿Carece de importancia en qué religión se crea?

A lo largo de la historia de la humanidad se cometieron verdaderas atrocidades en nombre de la verdad. No es cuestión de recordar aquí aquellos sucesos lamentables que, dicho sea de paso, no siempre se narran con plena objetividad. Lo que ahora nos interesa es destacar que, para evitar que se repitieran cosas semejantes, se comenzó a darle importancia a una virtud que está íntimamente relacionada con la caridad y, por tanto, es una virtud fundamental: la tolerancia. Hoy en día somos muy respetuosos del modo de pensar de los demás y nos cuidamos muy bien de no lesionar la libertad de las conciencias intentando imponer a los demás nuestro modo de pensar.

Este modo de proceder, en sí mismo bueno y loable, nos puede llevar a caer en un error no menos dañino que el de faltar a la tolerancia. Es cada vez más frecuente pensar que la verdad y la tolerancia no pueden convivir juntas. Si queremos ser tolerantes con los demás, es necesario afirmar que no hay una única verdad, sino más bien múltiples verdades; llevar hasta las últimas consecuencias este modo de pensar nos llevaría a admitir que hay tantas verdades como opiniones existen en el mundo. De este modo, se sacrifica la verdad en el altar de la tolerancia.

Algo de esto se encuentra detrás de aquel razonamiento que afirma que todas las religiones son igualmente válidas, puesto que todas nos conducen a adorar al mismo Dios. Esto es tan evidente –dicen– como que existe un solo Dios y, por tanto, quien reza a Dios reza al mismo único Dios.

No deja de ser cierta –al menos en parte– esta última afirmación. Si admitimos que hay un único Dios, es lógico concluir que cualquier persona que entre en relación con Dios, lo estará haciendo con el mismo Dios. Musulmanes, judíos, cristianos, budistas, nos dirigimos en nuestras plegarias al mismo Dios. El problema no está en Dios; el problema está en nosotros, en la concepción que tengamos de Dios. Porque no da lo mismo que pensemos que Dios es justiciero o misericordioso; indiferente a los problemas de los hombres o un padre amoroso que se desvive por ellos; una fuerza etérea que se encuentra presente en todas las cosas formando parte de ellas o un ser personal con inteligencia y voluntad propias para amar. Tampoco da lo mismo que a Dios le guste que odiemos a los demás o que los amemos; que nos encerremos en nosotros mismos o que salgamos al encuentro del otro; que matemos o que perdonemos incluso a quienes buscan matarnos.

Es fundamental conocer cómo es Dios y qué le agrada o desagrada para que podamos relacionarnos correctamente con Él y así contentarlo y aprovecharnos de su compañía. Pongamos un ejemplo sencillo. Un chico está profundamente enamorado de su novia; sin embargo, en lo que llevan juntos, no se dieron tiempo para charlar en profundidad, de modo que el chico no termina de conocerla bien. Para el cumpleaños de su novia, se propone hacerle pasar un día inolvidable. Para eso, decide comenzar el día sorprendiéndola con un desayuno a domicilio a primera hora de la mañana. Él mismo se encargó de hacer el pedido asegurándose que el desayuno fuera exquisitamente rico: masas, dulces sabrosos, pan casero recién sacado del horno, una porción de torta de chocolate y frutas… Para que la alegría de su novia fuera completa, decide acompañar el desayuno con un ramo de rosas, tantas como años cumple la chica. Sin embargo, el efecto que este gran detalle de cariño produce en su novia es exactamente el contrario al esperado. Porque él no se dio cuenta que su novia había comenzado, días atrás, un estricto régimen para adelgazar, por lo que no probó bocado alguno de aquel maravilloso desayuno. Por otro lado, tampoco sabía que, desde el fallecimiento de su abuela, donde se había arreglado el ataúd con rosas rojas, la chica había cultivado una profunda aversión por ese tipo de flores, de modo que el sólo hecho de verlas le traían unos malos recuerdos que la sumían en una lúgubre tristeza.

Con la mejor de las voluntades, incluso con gran esfuerzo personal, habiendo dedicado tiempo a pensar en su novia y gastando dinero de su propio bolsillo, el chico había conseguido arruinarle el día de su cumpleaños. Lo que estaba llamado a ser un refuerzo grande en la relación entre ambos, se había transformado en el comienzo del fin.

Con las limitaciones del ejemplo, es fácil ver que no solamente importa a quién nos estamos dirigiendo, sino que es fundamental el cómo nos dirigimos. Para relacionarnos correctamente con una persona y así agradarla, necesitamos conocerla bien, saber la verdad sobre lo que piensa, le gusta, espera de nosotros; conocer su pasado y su presente; sus aspiraciones futuras. Por eso, aunque el Dios a quien adoramos sea el mismo, es de capital importancia conocerlo bien. En esto difieren las distintas religiones puesto que, aunque en muchas cosas estén de acuerdo, en otras se dan manifiestas contradicciones. Es por esto que buscar la verdad acerca de ese Dios al que queremos amar y adorar es de capital importancia. Son célebres las palabras de Antonio Machado que resultan especialmente útiles para ilustrar la actitud que debemos tomar frente al conocimiento de Dios:
¿Tu verdad? No, la Verdad.
Y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.


Este modo de pensar, ¿no nos llevará a sacrificar la tolerancia en el altar de la verdad? No será así, si tenemos claro que la verdad no se impone, se convence. No se trata de competir por ver quién tiene razón sino más bien por buscar juntos la verdad para enriquecernos mutuamente. Podemos estar convencidos de estar en lo cierto sobre una cuestión determinada; pero eso no nos habilita a forzar al otro a aceptar lo que nosotros vemos con tanta claridad, ni mucho menos a maltratarlo o usar violencia con él hasta que acepte lo que le estamos diciendo. Como dice aquel cuento árabe recogido en Las mil y una noches, “la verdad puede compararse con una piedra preciosa. Si la lanzamos contra el rostro de alguien, puede herir, pero si la envolvemos en un delicado embalaje y la ofrecemos con ternura ciertamente será aceptada con agrado”.

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