Una sana rebeldía contra Dios

A veces en la vida nos enfrentamos con situaciones que no entendemos; y, sobre todo, no entendemos a Dios, que parece permanecer en silencio ante nuestros gemidos, no escuchar las angustias de sus hijos. Les dejo un extracto de un libro de Raniero Cantalamessa donde describe la rebelde oración del Justo Job.



La oración de Job y la de sus amigos
 La Biblia nos presenta un caso ejemplar, en el que podemos distinguir y valorar -como en un díptico- los dos tipos de oración: la de los amigos de Dios y la de los hipócritas que honran a Dios con los labios, pero en su corazón están lejos de él (cf.  Is 29,13).  Es el caso de Job y sus amigos.  Dios somete a su amigo Job a una prueba terrible.  Lo primero que hace Job, al sobrevenirle la prueba, es poner a salvo su relación con Dios.  Así como un hombre, al llegar el huracán a una isla, corre a casa y se apresura a salvar la cosa más preciada que tiene y a la que está particularmente apegado, del mismo modo Job se recoge en sí mismo y se da prisa en salvaguardar su sometimiento a Dios: «Entonces Job se levantó, rasgó sus vestiduras y se rapó la cabeza, Luego se postró en tierra en actitud de adoración y dijo: "Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí.  El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!" » (Jb 1,20-21). Como vemos, Job hace todos estos gestos y pronuncia estas palabras con rapidez, de carrerilla, como si tuviera miedo de no llegar hasta el final.
Vamos a seguir ahora el desarrollo de la historia. Llegan los amigos de Job y durante siete días guardan silencio.  Después empieza el diálogo, que enseguida toma un cariz extraño e inesperado, Job maldice el día en que nació; entonces sus amigos dan comienzo a una larga y apasionada defensa de Dios (4,1 ss): “¿Es justo ante Dios algún mortal?”, exclaman. Job grita: “¡Ay de mí!”. Ellos replican: “¡Dichoso el hombre a quien Dios corrige!”.
De esta forma, queda dibujada la escena en la que se desarrolla todo el drama siguiente.  Por un lado, tenemos al pobre Job que desvaría e implora, que desafía y acusa a Dios; pasa del grito a la invocación; dice a Dios palabras desgarradoras: “¡No me condenes!  Dentro de poco me buscarás y no me hallarás, ¿por qué me consideras un enemigo? ¿Qué te he hecho?”.  Por otro lado, tenemos a los tres amigos que se turnan para defender a Dios en contra de Job, diciendo unas cosas estupendas a favor de la divinidad y en contra del hombre.  Job está desconcertado por la forma de actuar de Dios, confiesa que no entiende nada: «¿Soy inocente?” se pregunta, y contesta: “¡Todo da lo mismo!” (9,21).  En cambio, los defensores de Dios lo saben todo; para ellos todo está claro: donde hay sufrimiento, ha habido pecado.  Ni siquiera tienen la sospecha de que pueda existir otra justicia de Dios que aún está por revelarse; para ellos la revelación ha concluido, y no necesitan nada más, ni siquiera la venida de Jesucristo. Job acusa a sus amigos de “parcialidad” por Dios y de hipocresía; dice que si Dios escudriñara en el fondo de su corazón, encontraría que hay engaño en sus palabras (13,7 ss).  Pero luego, en su angustia, los implora a ellos también diciendo: «¡Tened piedad de mí, vosotros mis amigos, que es la mano de Dios la que me ha herido!» (19,21).
¿Pero cuál es el epílogo de este drama entre Dios y el hombre? ¿Qué contesta Dios a todas estas cosas contradictorias sobre él? Dios entra en escena en el capítulo 38; primero habla directamente a Job de su grandeza e inconmensurabilidad, y Job enseguida se retracta y se arrepiente, no insiste (40,4; 42,2). Pero lo más desconcertante es lo que viene a continuación; en efecto, una vez que ha terminado este discurso a solas con Job, Dios se dirige a Elifaz de Temán, y le dice: “Estoy irritado contra ti y contra tus dos amigos, porque no habéis hablado bien de mí como lo ha hecho mi siervo Job» (42,7).
¡Aquí hay un misterio! ¿A qué se debe este desconcertante veredicto de Dios a favor de su acusador y en contra de sus propios defensores?  Se debe a que Dios mira la sinceridad del corazón.  Job ha sido sincero con Dios; en el rigor del dolor le ha gritado a Dios: «¿por qué?, ¿por qué?», pero su espíritu ha sabido soportar -aunque sea con algunas vacilaciones- la terrible tensión.  No se ha separado de Dios, no ha retirado su inicial sometimiento a Dios; su relación profunda con Dios estaba a salvo. «Mis pies han seguido sus huellas» puede decir de Dios (23,1 l).  Dios sabía que, con su Job, podía ir muy lejos con la prueba, y Job sabía que, con su Dios, podía ir muy lejos con la queja.  La defensa de los amigos es una defensa barata; es fundamentalmente hipócrita y falsa porque no ha pasado por el fuego del sufrimiento.  Es la defensa de quien presume de sí mismo y piensa que, llegado el caso, se portaría mejor; de quien cree que lo sabe todo sobre Dios y de ese modo lo ofende en lo más profundo, ya que, en realidad, ignora quién es Dios y falta el respeto al dolor, que para Dios es lo más sagrado.  Dios sabe distinguir bien entre admiradores y aduladores.  Los amigos de Job -y Job se había dado cuenta- eran más aduladores que admiradores sinceros de Job.  Dios no quiere aduladores, no los necesita.  Los aduladores siempre esconden una punta de interés, y quién sabe si los amigos de Job no pretendían evitar, de ese modo, encontrarse en la misma situación de su amigo.

La oración de Jesús y del Espíritu
El libro de Job no es sólo un libro «sapiencial», es también “profético”; es decir, no contiene sólo una enseñanza moral, sino también una profecía.  En efecto, en Jesús se repetirá, a un nivel infinitamente más alto -sin esas incertidumbres que todavía se observan en Job- la historia del justo que sufre.  También Jesús, en la hora de la prueba, presentó a Dios «oraciones con grandes gritos y lágrimas» (cf.  Heb 5,7). Los defensores de oficio de Dios -los fariseos y doctores de la ley- decían de él (como los “amigos” decían de Job): “¡Blasfema!” y continuamente intentaban cogerle en alguna contradicción con Dios.  Pero él les replicaba: «¿Quién de vosotros sería capaz de demostrar que yo he cometido pecado?» (Jn 8,46).  En Job la inocencia era sólo relativa, en Jesús es absoluta.  También Jesús dirige al Padre su desconsolado «¿por qué?»: «¿Por qué me has abandonado?».  Pero la sentencia de Dios es, una vez más, a favor de aquel a quien ha golpeado.  En el caso de Job -según la dimensión aún imperfecta de la fe- la restauración se produce en el nivel terrenal de los hijos y del ganado «¡Dios dio a Job el doble de lo que tenía antes!,»; en el caso de Jesús, se realiza en el nivel espiritual y eterno, y consiste en la resurrección.  Job volvió a su vida de antes; Jesús entra en otra vida.
Si es importante conocer cómo el Espíritu ha orado en Moisés, en los Salmos, en Jeremías y en Job, es aún más importante conocer cómo ha orado en Jesús, porque es el Espíritu de Jesús el que ora en nosotros con gemidos inefables.  En Jesús es llevada a la perfección esa adhesión interior del corazón y de todo el ser a Dios, que constituye, como hemos visto, el secreto bíblico de la oración. El Padre lo escuchaba siempre, porque él siempre hacía su voluntad (cf.  Jn 4,34; 11,42); lo escuchaba “por su piedad” es decir, por su filial sumisión, En este vértice absoluto, que alcanza la oración del Hijo de Dios, se produce un singular amoldamiento de voluntad: puesto que el hombre sólo pide lo que Dios quiere, ocurre que Dios quiere todo lo que el hombre pide.
La palabra de Dios, que culmina en la vida de Jesús, nos enseña, pues, que lo más importante en la oración no es tanto lo que decimos sino lo que somos; no es tanto lo que tenemos en los labios, sino lo que tenemos en el corazón.  No está tanto en el objeto como en el sujeto.  La oración, lo mismo que la acción, ,sigue al ser.  La novedad que el Espíritu Santo ha traído a la vida de oración está en el hecho de que transforma precisamente el “ser” del orante. Suscita -como hemos visto en la anterior meditación- el hombre nuevo, el hombre amigo y aliado de Dios, quitándole el corazón hipócrita y hostil a Dios, que es propio del esclavo.  Cuando viene a nosotros, el Espíritu no se limita a enseñarnos cómo debemos rezar, sino que reza en nosotros, lo mismo que -a propósito de la ley- no se limita a decirnos lo que tenemos que hacer, sino que lo hace con nosotros.
El Espíritu no da una ley de oración, sino una gracia de oración.  Por tanto, la oración bíblica no viene a nosotros, primeramente, por un aprendizaje externo y analítico, es decir, porque tratemos de imitar las actitudes que hemos observado en Abrahán, en Moisés, en Job y en el mismo Jesús (aunque todo esto también sea. necesario y haya que hacerlo en un segundo momento), sino que viene a nosotros por infusión, como don. ¡Esta es la «buena noticia» a propósito de la oración cristiana!  Viene a nosotros el principio mismo de esta oración nueva, y este principio consiste en el hecho de que, «Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: “Abbá” es decir, “Padre”» (Gal 4,6). En esto consiste orar «en el Espíritu», o «mediante el Espíritu» (cf.  Ef 6,18; Judas 20).
También en la oración, como en todo lo demás, el Espíritu «no habla por sí mismo» no dice cosas nuevas y distintas; simplemente resucita y actualiza, en el corazón de los creyentes, la oración de Jesús. «Todo lo que os dé a conocer, lo recibirá de mí», dice Jesús del Paráclito (Jn 16,14): tomará mi oración y os la dará a vosotros.  Gracias a eso, podemos exclamar con toda verdad: «¡Ya no soy yo quien ora, es Cristo quien ora en mí!».  El mismo grito ¡Abbá! demuestra que quien ora en nosotros, a través del Espíritu, es Jesús, el Hijo único de Dios.  En efecto, el Espíritu Santo no podría por sí mismo dirigirse a Dios llamándole Padre, porque él no es “generado” sólo “procede” del Padre.  Decía un autor antiguo que cuando el Espíritu Santo nos enseña a gritar ¡abbá! es como una madre que enseña a su niño a decir “papá” y repite este nombre con él, hasta que se acostumbre a llamar al padre hasta en sueños. La madre puede llamar a su esposo “papá” sólo cuando habla en nombre del niño y se identifica con él.
Por tanto, es el Espíritu Santo quien infunde en el corazón el sentimiento de la filiación divina, que nos hace sentir (¡y no sólo saber!) hijos de Dios: «Ese mismo Espíritu se une al nuestro para atestiguar que somos hijos de Dios» (Rm 8,16).



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